No cabe duda de que el mal uso que los judíos dieron a las Escrituras cuando se opusieron al cristianismo, y el que le dieron los falsos profetas dentro de la iglesia, los herejes, y especialmente los gnósticos, debilitó un poco la fe de los cristianos en la autoridad de las Escrituras.
Tertuliano escribió a comienzos del siglo III que las Escrituras no son suficientes para hacer frente a los ataques de los herejes, porque los mismos herejes usan las Escrituras como fundamento de sus opiniones (De Praescriptione Haereticorum 14, 19).
Ireneo, obispo de las Galias, escribió su notable obra Contra herejías alrededor del año 185 d. C.; en ella hace frente al mismo problema que Tertuliano enfrentó unos pocos años después.
Ireneo estableció el principio de que la verdad del cristianismo se debe encontrar en las iglesias fundadas por los apóstoles, los cuales transmitieron la verdad a los obispos, los sucesores de los apóstoles según la opinión de Ireneo. Para él esa verdad "transmitida" era la tradición, e insistía que ésta debía ser una norma de verdad puesto que los herejes usaban las Escrituras (Contra herejías iii. 1-4).
Tertuliano presenta la máxima defensa posible en favor de la tradición en su obra De Corona 3, 4:
"Averigüemos, por lo tanto, si la tradición no debe ser aceptada a menos que esté escrita. Ciertamente diremos que no debe ser aceptada si no hay casos de otras prácticas registradas anteriormente que, sin ningún instrumento escrito, mantenemos sólo sobre la base de la tradición, y en adelante el apoyo de la costumbre nos proporcione algún precedente. Para tratar este asunto brevemente comenzaré con el bautismo. Un poco antes de que entremos en el agua, en la presencia de la congregación y bajo la mano del presidente, solemnemente afirmamos que renunciamos al diablo, a su pompa y a sus ángeles. Después somos sumergidos tres veces haciendo una promesa algo más amplia de la que el Señor ha establecido en el Evangelio. Luego somos levantados (como malos nacidos de nuevo), gustamos en primer lugar de una mezcla de leche y miel, y desde ese día nos abstenemos del baño diario durante toda una semana. También tomamos, congregados antes del alba y únicamente de la mano de los presidentes, el sacramento de la eucaristía que el Señor ordenó que fuera comido a la hora de comer y disfrutado por todos sin excepción. Cada vez que llega el aniversario hacemos ofrendas por los muertos como homenaje de cumpleaños. Consideramos que es contra la ley ayunar o arrodillarse en el culto en el día del Señor. Nos regocijamos en el mismo privilegio también desde la pascua de resurrección hasta el domingo de Pentecostés. Sentimos tristeza si algo del vino o del pan, aunque sea nuestro, es echado en tierra. En cada paso y en cada movimiento que damos, en cada entrar y salir, cuando nos vestimos y nos calzamos, cuando nos bañamos, cuando nos sentamos a la mesa, cuando encendemos las lámparas, acostados o sentados, en todos los actos comunes de la vida diaria, hacemos en la frente la señal [de la cruz]".
"Si para éstas y otras reglas parecidas insistís en tener una orden positiva de las Escrituras, no la encontraréis. La tradición se os presentará como la originadora de ellas; la costumbre, como la que les da fuerza, y la fe, como su observadora. Que la razón sostiene a la tradición, y a la costumbre, y a la fe, lo percibiréis por vosotros mismos, o lo aprenderéis de alguien que lo ha percibido. Mientras tanto creeréis que hay alguna razón a la cual se debe dar acatamiento".