Ya hicimos referencia a la gran influencia del sistema monástico de Cluny y a la reforma que fomentó.
El sistema monástico fue siempre un problema para la iglesia, que nunca sabía cuándo algún monasterio podría adoptar posiciones extremas y aun separarse.
En el siglo XII aparecieron muchos movimientos de reforma que enseñaban la pobreza voluntaria y un retorno a la fe pura y sencilla, y denunciaban no sólo las prácticas sino también muchas de las doctrinas de la iglesia. Algunos predicaban sin autorización de la iglesia y distribuían las Escrituras en los idiomas vernáculos, y no en la versión oficial en latín.
La reacción de la iglesia hacia la mayor parte de esos grupos disidentes fue no sólo excomulgarlos como herejes sino también prohibirles la traducción de las Escrituras y su uso en los idiomas vernáculos, castigar a los disidentes y en algunos casos lanzar contra ellos una cruzada de exterminio, como la de los albigenses en Francia.
Otra reacción de la iglesia fue la creación de nuevas órdenes clericales para combatir la herejía, utilizando las mismas tácticas de predicadores itinerantes y trabajando entre la gente para convertir o confundir a los herejes, instruir a los fieles y ayudar a los necesitados.
A comienzos del siglo XIII se desarrolló una nueva clase de orden religiosa que no estaba confinada a los monasterios.
Un hombre llamado Domingo, procedente de Castilla la Vieja, había visto en el sur de Francia las vidas piadosas y pacíficas de los albigenses, y exhortó a sus amigos para que junto con él vivieran vidas igualmente buenas dentro de la iglesia y para beneficio de ésta.
Su propuesta fue aprobada por el papa, y así nació la orden de los dominicos (o dominicanos). Esa orden prestó mucha atención a la educación y se encargó, en gran medida, de la obra de la Inquisición.
En ese mismo tiempo, Francisco de Asís, joven italiano, hijo de un rico comerciante, perturbado por la enorme riqueza de la iglesia y atraído por los votos de pobreza de los monjes, decidió renunciar a su derecho a la fortuna de su familia, abandonó su posición social y se dedicó a una humilde vida de servicio en favor de los pobres y los necesitados.
Invitó, entonces, al papa, a los obispos y a los laicos ricos para que se unieran con él en su abnegación. La idea de que la iglesia debía renunciar a todas sus posesiones materiales, como un remedio para todos sus propios males y como solución para sus dificultades con el Estado y con la sociedad feudal, no era nueva.
El emperador Enrique V lo había propuesto al papado, pero éste había rechazado la idea, y ahora también rechazó lo que le proponía Francisco de Asís.
Francisco estuvo a punto de separarse de la iglesia mundana que se proponía corregir, con lo que se atrajo la ira de ella.
Savonarola, de Florencia, fue torturado, ahorcado y quemado más tarde (1498) por sus esfuerzos de reforma algo similares.
Pero Francisco quedó dentro de la iglesia, y con la aprobación del papa estableció la orden franciscana para que sirviera fuera de los límites del monasterio, aunque bajo reglas monásticas y dedicada a obras de bien y de caridad.