La sede papal fue ocupada en los siglos IX y X por hombres débiles y con frecuencia impíos.
La iglesia decaía, y la vida espiritual y moral estaba trágicamente deteriorada. El nivel cultural era muy bajo.
Los sucesores de Carlomagno restauraron el título de emperador romano y se unieron mediante vínculos matrimoniales con la casa imperial de Constantinopla, y por un tiempo se tuvo la impresión de que el antiguo Imperio Romano sería restaurado y reunificado, pero no fue así.
Se intentó restaurar el prestigio del papado, y varios obispos alemanes que demostraron ser hábiles administradores ocuparon el trono papal en Roma. Esto hizo que el papado estuviera por un tiempo bajo la supervisión del poder imperial germano.
A mediados del siglo XI surgió en Francia un notable movimiento en favor de la reforma de la iglesia.
Comenzó en la abadía benedictina de Cluny, a 18 km. al noroeste de Macon, Francia. El abad de Cluny estableció un estricto reglamento para su monasterio; desde entonces salieron de ese lugar hombres consagrados, cuyo propósito era purificar la iglesia.
Esos reformadores fueron ganando posiciones de influencia en diversas partes de la Europa occidental, y finalmente llegaron a dominar la iglesia. La reforma de Cluny tenía un programa definido. Insistía principalmente en una reforma de la vida monástica, que se había deteriorado.
El monasterio tenía derecho, por supuesto, a exigir una reforma únicamente a nivel monástico; pero a medida que sus alumnos salían y ocupaban lugares de influencia en la iglesia, la reforma alcanzó un programa más amplio: exigía un cambio total en la vilda del clero, que las propiedades de la iglesia fueran administradas para el bien de la Iglesia y no de los que la administraban.
Los reformadores pedían, para lograr esos fines, que la iglesia fuera liberada del control de los reyes y de la nobleza porque, después de todo, no eran más que laicos, y también pedían pleno apoyo a los derechos de la iglesia.
Puesto que la mayoría de los obispos y abades de la iglesia, que ejercían gran influencia política, eran de sangre noble, fue necesario que los reyes y los duques consiguieran que se nombrara para altos cargos eclesiásticos a hombres que cooperaran con ellos en la administración de sus reinos y ducados.
Por eso llegó a ser común que los obispos y los abades fueran nombrados por el imperio y sus representantes, y los reformadores de Cluny insistían en que esta costumbre debía cesar. La investidura de obispos y abades debía estar bajo la autoridad del papa y depender de sus representantes sin la intervención de la aristocracia laica.
Los reformadores de Cluny condenaban, por lo tanto, el crimen de la simonía (la compra de cargos eclesiásticos) y el nombramiento de una persona para un cargo religioso por disposición de los laicos y no por intervención de los eclesiásticos.
Tales metas significaban nada menos que una reorganización completa de todo el sistema de sucesiones y nombramientos dentro de la iglesia, y hacía peligrar las muchas complicaciones políticas que manejaban los clérigos a su antojo.
Esto también implicaba el manejo de las inmensas propiedades de la iglesia, ampliamente dispersas y con frecuencia sometidas a un régimen feudal.
Se estima que esas propiedades alcanzaban en el siglo XI aproximadamente a un tercio de la riqueza en bienes raíces de la Europa occidental.
En resumen, la reforma de Cluny significaba una verdadera revolución.
A pesar de la amplia influencia de esta reforma persistieron grandes abusos y aun se hicieron más manifiestos; esto indujo a los fieles miembros de iglesia a empeñarse en persistentes esfuerzos para lograr una reforma genuina y completa.
El continuo rechazo por parte de las autoridades eclesiásticas más encumbradas, que no permitió que se corrigieran esos abusos, fue lo que más tarde convenció a Martín Lutero, como antes a Wyclef, Hus, Jerónimo y otros reformadores, de que el papado no tenía autoridad divina para regir las vidas y las conciencias de los hombres.