Casi un siglo después de la muerte del emperador Justiniano, el Imperio Romano de Oriente tuvo que enfrentarse a un peligroso enemigo: el Islam.
Mahoma era un comerciante árabe casi desconocido y poco educado. En sus continuos viajes se relacionaba con judíos y cristianos, y por lo menos leyó un poco las Escrituras hebreas (AT) y quizá el NT.
Mahoma llegó a la conclusión de que el animismo supersticioso de los árabes era un error, y que sólo había un Dios a quien exclusivamente le correspondía ser adorado. Entonces comenzó a creer que él era el profeta de Dios, perteneciente a un largo linaje en el que estaban incluidos los profetas hebreos y Jesús de Nazaret, de los cuales él (Mahoma) era el mayor y el maestro más claro de la verdad.
El Islam declaró la soberanía plena de su Dios, Alá, pero no reconocía ninguna expiación por el pecado ni tenía sacerdocio. No había salvador. La voluntad de Alá era suprema, y los que vivían una vida de obediencia a esa voluntad podrían anticipar el gozo de las bellezas y los placeres del paraíso celestial.
Mahoma tuvo que enfrentarse a una intensa oposición cuando comenzó a predicar; pero ganó algunos adeptos. El nacimiento histórico del mahometismo data de la hégira o fuga de Mahoma, de La Meca a Medina, lo cual ocurrió en 622 d. C. Esta es la fecha desde la cual se computa toda la cronología musulmana.
Después de la muerte de Mahoma, el Islam comenzó a adquirir la fuerza de un gran movimiento político y militar. El animismo primitivo de los árabes desapareció como religión, señal de que la gente del desierto estaba madura para una nueva vida religiosa.
El Islam se propagó luego entre las tribus del desierto como si hubiera tenido alas, y los árabes demostraron que eran adeptos fanáticos de la nueva fe.
El liderazgo de Mahoma, pero no su pretendido don profético, fue transmitido, cuando murió, a algunos de sus parientes varones, los califas, quienes se convirtieron en gobernantes temporales y espirituales del creciente poderío musulmán.
El crecimiento de esta asombrosa fuerza tuvo lugar precisamente en el tiempo cuando la Roma oriental estaba debilitada por costosas y sangrientas guerras con el nuevo Imperio Persa.
En el 628, sólo seis años después de la hégira, el emperador Heraclio finalmente pudo derrotar a los persas; por lo tanto, fue una Roma oriental debilitada la que hizo frente a los ataques de los furibundos y celosos árabes islámicos, los cuales avanzaron hacia el norte y atacaron simultáneamente a Palestina, Siria y el Imperio Persa.
La capital persa cayó en 636; Jerusalén se rindió en 637; luego se produjo la caída de Antioquía de Siria, y Egipto fue conquistado en 640.
Los musulmanes construyeron entonces una gran flota, y avanzaron hacia el oeste conquistando provincia tras provincia del norte de África y llenando el vacío parcial que se había producido por la extinción de los vándalos; mientras tanto, tribus de origen eslavo, procedentes del norte, habían invadido los Balcanes y el valle del Danubio.
El Imperio Romano de Oriente se encontró, pues, terriblemente presionado por todas partes. Los musulmanes continuaron su marcha hacia el oeste, atravesaron el norte del África y cruzaron el estrecho de Gibraltar en 711.
Como los visigodos estaban divididos por discordias internas y políticamente desorganizados, los musulmanes pudieron conquistar toda España en dos años, excepto la costa montañosa de Vizcaya, donde los vascos mantuvieron su independencia.
Los musulmanes cruzaron los Pirineos en 732 e invadieron las Galias (Francia); pero fueron contenidos y derrotados por Carlos Martel, un jefe franco, en una sangrienta batalla que se libró cerca de Poitiers, y se retiraron con graves pérdidas.