Es innecesaria la especulación en cuanto a quiénes, si los judíos o los romanos, causaron la muerte de Cristo, puesto que "él herido [o 'atormentado'] fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados" (Isa. 53: 5); "llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero" (1 Ped. 2: 24).
En la mente de Dios siempre estuvo presente el plan que había dispuesto para hacer frente al pecado: que su Hijo viviera sin pecado en la tierra para demostrar así que su ley puede ser guardada; y que, aunque inocente, muriera y condenara al "pecado en la carne" (Rom. 8: 3), cumpliendo así el significado de los sacrificios del Antiguo Testamento y demostrando que la muerte es el resultado de violar la ley de Dios.
Cristo siempre pensó en cumplir con esa determinación y, por lo tanto, se encarnó, vivió intachablemente y dejó un ejemplo que todos podrían seguir con el poder divino (1 Ped. 2: 21-23). Gustó "la muerte por todos" (Heb. 2: 9) tomando sobre sí, en expiación vicaria, los pecados de todos los que aceptaran "una salvación tan grande" (Heb. 2: 3). Murió, como si él hubiera sido pecador, para impartir su justicia gratuitamente por los pecados de los hombres -aceptados en forma voluntaria-, e intercambió su vida por la muerte del pecador, sin pronunciar queja alguna (2 Cor. 5: 21). "Pasa de mí esta copa -oró-; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Luc. 22: 42).
No es necesario distribuir la culpa entre Caifás, Herodes y Pilato. El pecado, que dominaba a todos éstos, fue el que mató a Cristo, pues en las densas tinieblas de la cruz experimentó la separación de su Padre (Mat. 27: 46) y murió con el corazón quebrantado (Juan 19: 34-35). Murió por nosotros.
En la mente de Dios siempre estuvo presente el plan que había dispuesto para hacer frente al pecado: que su Hijo viviera sin pecado en la tierra para demostrar así que su ley puede ser guardada; y que, aunque inocente, muriera y condenara al "pecado en la carne" (Rom. 8: 3), cumpliendo así el significado de los sacrificios del Antiguo Testamento y demostrando que la muerte es el resultado de violar la ley de Dios.
Cristo siempre pensó en cumplir con esa determinación y, por lo tanto, se encarnó, vivió intachablemente y dejó un ejemplo que todos podrían seguir con el poder divino (1 Ped. 2: 21-23). Gustó "la muerte por todos" (Heb. 2: 9) tomando sobre sí, en expiación vicaria, los pecados de todos los que aceptaran "una salvación tan grande" (Heb. 2: 3). Murió, como si él hubiera sido pecador, para impartir su justicia gratuitamente por los pecados de los hombres -aceptados en forma voluntaria-, e intercambió su vida por la muerte del pecador, sin pronunciar queja alguna (2 Cor. 5: 21). "Pasa de mí esta copa -oró-; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Luc. 22: 42).
No es necesario distribuir la culpa entre Caifás, Herodes y Pilato. El pecado, que dominaba a todos éstos, fue el que mató a Cristo, pues en las densas tinieblas de la cruz experimentó la separación de su Padre (Mat. 27: 46) y murió con el corazón quebrantado (Juan 19: 34-35). Murió por nosotros.