La Iglesia Universal
Jesucristo es el fundador de la Iglesia universal. En primer lugar, lo es en el sentido de que ella abarca toda la congregación o familia de Dios que se extiende desde Adán hasta la segunda venida del Señor, y en segundo lugar, en el sentido particular de que es el fundador de la iglesia a partir de su encarnación. Consideraremos aquí a la iglesia universal en este segundo sentido. Jesucristo no vino con la indescriptible gloria de la Deidad para fundar la iglesia cristiana, sino que apareció con la semejanza de carne de pecado (Romanos 8: 3), y por eso fue muy mal comprendido. Tampoco vino con la pompa de la realeza humana, sino como un hombre sencillo y común, lo cual decepcionó a los judíos, quienes esperaban que la venida del Mesías sería el acontecimiento más esplendoroso de cuantos se hubieran visto alguna vez.
El Mesías
Sin embargo, Jesucristo era el Mesías. Los judíos no entendieron dos verdades gemelas: (1) que el Mesías sería Dios mismo, y (2) que según el discurrir de los acontecimientos habría dos venidas del Mesías. El primer advenimiento daría al Mesías la oportunidad de condenar "al pecado en la carne" (Romanos 8: 3) y de gustar "la muerte por todos" (Hebreos 2: 9); y el segundo advenimiento debería estar acompañado con el triunfo de la gloria del cielo, para cosechar el fruto de las labores que la iglesia debería llevar a cabo bajo el poder del Espíritu Santo, durante el lapso de siglos que separaría las dos grandes apariciones del Señor. En su primera venida Cristo cumplió perfectamente las profecías mesiánicas. Él destacó este cumplimiento basándose en Isaías (cap. 61: 1-2a), cuando lo afirmó en la sinagoga de Nazaret en un sábado inolvidable (Lucas 4: 16-22). Al concluir la lectura en el lugar en que lo hizo, separó la obra salvífica de su primera venida del "día de venganza del Dios nuestro" (Isaías 61: 2b), obra que sólo se consumará con su segundo advenimiento.
El Maestro
Jesús vino para enseñar. En primer lugar, enseñaba con el ejemplo de una vida inmaculada. Mientras vivía impecablemente, se desprendían de sus labios palabras de verdad pronunciadas con sencillez, que penetraban en la mente de los más desvalidos y de los pecadores más entenebrecidos. Hasta los poseídos del demonio escuchaban sus palabras. También enseñaba por medio de parábolas para los que quisieran ahondar y analizar, pero los dejaba expuestos a la frustración si permitían que su pensamiento no fuera claro y receptivo. "Te alabo, Padre, . . . por que escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las revelaste a los niños" (Mateo 11: 25).
El Mesías
Sin embargo, Jesucristo era el Mesías. Los judíos no entendieron dos verdades gemelas: (1) que el Mesías sería Dios mismo, y (2) que según el discurrir de los acontecimientos habría dos venidas del Mesías. El primer advenimiento daría al Mesías la oportunidad de condenar "al pecado en la carne" (Romanos 8: 3) y de gustar "la muerte por todos" (Hebreos 2: 9); y el segundo advenimiento debería estar acompañado con el triunfo de la gloria del cielo, para cosechar el fruto de las labores que la iglesia debería llevar a cabo bajo el poder del Espíritu Santo, durante el lapso de siglos que separaría las dos grandes apariciones del Señor. En su primera venida Cristo cumplió perfectamente las profecías mesiánicas. Él destacó este cumplimiento basándose en Isaías (cap. 61: 1-2a), cuando lo afirmó en la sinagoga de Nazaret en un sábado inolvidable (Lucas 4: 16-22). Al concluir la lectura en el lugar en que lo hizo, separó la obra salvífica de su primera venida del "día de venganza del Dios nuestro" (Isaías 61: 2b), obra que sólo se consumará con su segundo advenimiento.
El Maestro
Jesús vino para enseñar. En primer lugar, enseñaba con el ejemplo de una vida inmaculada. Mientras vivía impecablemente, se desprendían de sus labios palabras de verdad pronunciadas con sencillez, que penetraban en la mente de los más desvalidos y de los pecadores más entenebrecidos. Hasta los poseídos del demonio escuchaban sus palabras. También enseñaba por medio de parábolas para los que quisieran ahondar y analizar, pero los dejaba expuestos a la frustración si permitían que su pensamiento no fuera claro y receptivo. "Te alabo, Padre, . . . por que escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las revelaste a los niños" (Mateo 11: 25).