Las palabras de Wiclef se cumplieron. Vivió lo bastante para poder dejar en manos de sus connacionales el arma más poderosa contra Roma: la Biblia, el agente enviado del cielo para libertar, alumbrar y evangelizar al pueblo. Muchos y grandes fueron los obstáculos que tuvo que vencer para llevar a cabo esta obra. Se veía cargado de achaques; sabía que sólo le quedaban unos pocos años que dedicar a sus trabajos, y se daba cuenta de la oposición que debía arrostrar, pero animado por las promesas de la Palabra de Dios, siguió adelante sin que nada le intimidara. Estaba en pleno goce de sus fuerzas intelectuales y enriquecido por mucha experiencia, la providencia especial de Dios le había conservado y preparado para esta la mayor de sus obras; de modo que mientras toda la cristiandad se hallaba envuelta en tumultos el reformador, en su rectoría de Lutterworth, sin hacer caso de la tempestad que rugía en derredor, se dedicaba a la tarea que había escogido.
Por fin dio cima a la obra: acabó la primera traducción de la Biblia que se hiciera en inglés. El Libro de Dios quedaba abierto para Inglaterra. El reformador ya no temía la prisión ni la hoguera. Había puesto en manos del pueblo inglés una luz que jamás se extinguiría. Al darles la Biblia a sus compatriotas había hecho más para romper las cadenas de la ignorancia y del vicio, y para libertar y engrandecer a su nación, que todo lo que jamás se consiguiera con las victorias más brillantes en los campos de batalla.
Como todavía la imprenta no era conocida, los ejemplares de la Biblia no se multiplicaban sino mediante un trabajo lento y enojoso. Tan grande era el empeño de poseer el libro, que muchos se dedicaron voluntariamente a copiarlo; sin embargo, les costaba mucho a los copistas satisfacer los pedidos. Algunos de los compradores más ricos deseaban la Biblia entera. Otros compraban solamente una porción. En muchos casos se unían varias familias para comprar un ejemplar. De este modo la Biblia de Wiclef no tardó en abrirse paso en los hogares del pueblo.