En los países que estaban fuera de la jurisdicción de Roma existieron por muchos siglos grupos de cristianos que permanecieron casi enteramente libres de la corrupción papal.
Rodeados por el paganismo, con el transcurso de los años fueron afectados por sus errores; no obstante siguieron considerando la Biblia como la única regla de fe y adhiriéndose a muchas de sus verdades.
Creían estos cristianos en el carácter perpetuo de la ley de Dios y observaban el sábado del cuarto mandamiento. Hubo en el África central y entre los armenios de Asia iglesias que mantuvieron esta fe y esta observancia.
Mas entre los que resistieron las intrusiones del poder papal, los valdenses fueron los que más sobresalieron.
En el mismo país en donde el papado asentara sus reales fue donde encontraron mayor oposición su falsedad y corrupción.
Las iglesias del Piamonte mantuvieron su independencia por algunos siglos, pero al fin llegó el tiempo en que Roma insistió en que se sometieran. Tras larga serie de luchas inútiles, los jefes de estas iglesias reconocieron aunque de mala gana la supremacía de aquel poder al que todo el mundo parecía rendir homenaje.
Hubo sin embargo algunos que rehusaron sujetarse a la autoridad de papas o prelados.
Determinaron mantenerse leales a Dios y conservar la pureza y sencillez de su fe.
Se efectuó una separación. Los que permanecieron firmes en la antigua fe se retiraron; algunos, abandonando sus tierras de los Alpes, alzaron el pendón de la verdad en países extraños; otros se refugiaron en los valles solitarios y en los baluartes peñascosos de las montañas, y allí conservaron su libertad para adorar a Dios.
La fe que por muchos siglos sostuvieron y enseñaron los cristianos valdenses contrastaba notablemente con las doctrinas falsas de Roma.
De acuerdo con el sistema verdaderamente cristiano, fundaban su creencia religiosa en la Palabra de Dios escrita.
Pero esos humildes campesinos en sus obscuros retiros, alejados del mundo y sujetos a penosísimo trabajo diario entre sus rebaños y viñedos, no habían llegado de por sí al conocimiento de la verdad que se oponía a los dogmas y herejías de la iglesia apóstata.
Su fe no era una fe nueva. Su creencia en materia de religión la habían heredado de sus padres. Luchaban en pro de la fe de la iglesia apostólica,- "la fe que ha sido una vez dada a los santos" (Judas 3.)
"La iglesia del desierto," y no la soberbia jerarquía que ocupaba el trono de la gran capital, era la verdadera iglesia de Cristo, la depositaria de los tesoros de verdad que Dios confiara a su pueblo para que los diera al mundo.
Entre las causas principales que motivaron la separación entre la verdadera iglesia y Roma, se contaba el odio de ésta hacia el sábado bíblico.
Como se había predicho en la profecía, el poder papal echó por tierra la verdad (Daniel 7: 25).
La ley de Dios fue pisoteada mientras que las tradiciones y las costumbres de los hombres eran ensalzadas.
Se obligó a las iglesias que estaban bajo el gobierno del papado a honrar el domingo como día santo.
Entre los errores y la superstición que prevalecían, muchos de los verdaderos hijos de Dios se encontraban tan confundidos, que a la vez que observaban el sábado se abstenían de trabajar el domingo.
Mas esto no satisfacía a los jefes papales. No sólo exigían que se santificara el domingo sino que se profanara el sábado; y acusaban en los términos más violentos a los que se atrevían a honrarlo.
Sólo huyendo del poder de Roma era posible obedecer en paz a la ley de Dios.