Vanos eran los esfuerzos de Satanás para destruir la iglesia de Cristo por medio de la violencia. La gran lucha en que los discípulos de Jesús entregaban la vida, no cesaba cuando estos fieles portaestandartes caían en su puesto. Triunfaban por su derrota. Los siervos de Dios eran sacrificados, pero su obra seguía siempre adelante. El Evangelio cundía más y más, y el número de sus adherentes iba en aumento. Alcanzó hasta las regiones inaccesibles para las águilas de Roma. Dijo un cristiano, reconviniendo a los jefes paganos que atizaban la persecución: "Atormentadnos, condenadnos, desmenuzadnos, que vuestra maldad es la prueba de nuestra inocencia. . . De nada os vale . . . vuestra crueldad." No era más que una instigación más poderosa para traer a otros a su fe. "Más somos cuanto derramáis más sangre; que la sangre de los cristianos es semilla." - Tertuliano, Apología, párr. 50.
Miles de cristianos eran encarcelados y muertos, pero otros los reemplazaban. Y los que sufrían el martirio por su fe quedaban asegurados para Cristo y tenidos por él como conquistadores. Habían peleado la buena batalla y recibirían la corona de gloria cuando Cristo viniese. Los padecimientos unían a los cristianos unos con otros y con su Redentor. El ejemplo que daban en vida y su testimonio al morir eran una constante atestación de la verdad; y donde menos se esperaba, los súbditos de Satanás abandonaban su servicio y se alistaban bajo el estandarte de Cristo.
En vista de esto Satanás se propuso oponerse con más éxito al gobierno de Dios implantando su bandera en la iglesia cristiana. Si podía engañar a los discípulos de Cristo e inducirlos a ofender a Dios, decaerían su resistencia, su fuerza y su estabilidad y ellos mismos vendrían a ser presa fácil.
El gran adversario se esforzó entonces por obtener con artificios lo que no consiguiera por la violencia. Cesó la persecución y la reemplazaron las peligrosas seducciones de la prosperidad temporal y del honor mundano. Los idólatras fueron inducidos a aceptar parte de la fe cristiana, al par que rechazaban otras verdades esenciales. Profesaban aceptar a Jesús como Hijo de Dios y creer en su muerte y en su resurrección, pero no eran convencidos de pecado ni sentían necesidad de arrepentirse o de cambiar su corazón. Habiendo hecho algunas concesiones, propusieron que los cristianos hicieran las suyas para que todos pudiesen unirse en el terreno común de la fe en Cristo.
La iglesia se vio entonces en gravísimo peligro, y en comparación con él, la cárcel, las torturas, el fuego y la espada, eran bendiciones. Algunos cristianos permanecieron firmes, declarando que no podían transigir. Otros se declararon dispuestos a ceder o a modificar en algunos puntos su confesión de fe y a unirse con los que habían aceptado parte del cristianismo, insistiendo en que ello podría llevarlos a una conversión completa. Fue un tiempo de profunda angustia para los verdaderos discípulos de Cristo. Bajo el manto de un cristianismo falso, Satanás se introducía en la iglesia para corromper la fe de los creyentes y apartarlos de la Palabra de verdad.
La mayoría de los cristianos consintieron al fin en arriar su bandera, y se realizó la unión del cristianismo con el paganismo. Aunque los adoradores de los ídolos profesaban haberse convertido y unido con la iglesia, seguían aferrándose a su idolatría, y sólo habían cambiado los objetos de su culto por imágenes de Jesús y hasta de María y de los santos. La levadura de la idolatría, introducida de ese modo en la iglesia, prosiguió su funesta obra. Doctrinas falsas, ritos supersticiosos y ceremonias idolátricas se incorporaron en la fe y en el culto cristiano. Al unirse los discípulos de Cristo con los idólatras, la religión cristiana se corrompió y la iglesia perdió su pureza y su fuerza. Hubo sin embargo creyentes que no se dejaron extraviar por esos engaños y adorando sólo a Dios, se mantuvieron fieles al Autor de la verdad.
Miles de cristianos eran encarcelados y muertos, pero otros los reemplazaban. Y los que sufrían el martirio por su fe quedaban asegurados para Cristo y tenidos por él como conquistadores. Habían peleado la buena batalla y recibirían la corona de gloria cuando Cristo viniese. Los padecimientos unían a los cristianos unos con otros y con su Redentor. El ejemplo que daban en vida y su testimonio al morir eran una constante atestación de la verdad; y donde menos se esperaba, los súbditos de Satanás abandonaban su servicio y se alistaban bajo el estandarte de Cristo.
En vista de esto Satanás se propuso oponerse con más éxito al gobierno de Dios implantando su bandera en la iglesia cristiana. Si podía engañar a los discípulos de Cristo e inducirlos a ofender a Dios, decaerían su resistencia, su fuerza y su estabilidad y ellos mismos vendrían a ser presa fácil.
El gran adversario se esforzó entonces por obtener con artificios lo que no consiguiera por la violencia. Cesó la persecución y la reemplazaron las peligrosas seducciones de la prosperidad temporal y del honor mundano. Los idólatras fueron inducidos a aceptar parte de la fe cristiana, al par que rechazaban otras verdades esenciales. Profesaban aceptar a Jesús como Hijo de Dios y creer en su muerte y en su resurrección, pero no eran convencidos de pecado ni sentían necesidad de arrepentirse o de cambiar su corazón. Habiendo hecho algunas concesiones, propusieron que los cristianos hicieran las suyas para que todos pudiesen unirse en el terreno común de la fe en Cristo.
La iglesia se vio entonces en gravísimo peligro, y en comparación con él, la cárcel, las torturas, el fuego y la espada, eran bendiciones. Algunos cristianos permanecieron firmes, declarando que no podían transigir. Otros se declararon dispuestos a ceder o a modificar en algunos puntos su confesión de fe y a unirse con los que habían aceptado parte del cristianismo, insistiendo en que ello podría llevarlos a una conversión completa. Fue un tiempo de profunda angustia para los verdaderos discípulos de Cristo. Bajo el manto de un cristianismo falso, Satanás se introducía en la iglesia para corromper la fe de los creyentes y apartarlos de la Palabra de verdad.
La mayoría de los cristianos consintieron al fin en arriar su bandera, y se realizó la unión del cristianismo con el paganismo. Aunque los adoradores de los ídolos profesaban haberse convertido y unido con la iglesia, seguían aferrándose a su idolatría, y sólo habían cambiado los objetos de su culto por imágenes de Jesús y hasta de María y de los santos. La levadura de la idolatría, introducida de ese modo en la iglesia, prosiguió su funesta obra. Doctrinas falsas, ritos supersticiosos y ceremonias idolátricas se incorporaron en la fe y en el culto cristiano. Al unirse los discípulos de Cristo con los idólatras, la religión cristiana se corrompió y la iglesia perdió su pureza y su fuerza. Hubo sin embargo creyentes que no se dejaron extraviar por esos engaños y adorando sólo a Dios, se mantuvieron fieles al Autor de la verdad.