Las controversias religiosas también contribuyeron a este proceso de separación entre el Oriente y el Occidente.
La discusión quizá más prolongada e intensa fue la que giró en torno de la naturaleza de Jesucristo. Sin embargo, es significativo que estas grandes controversias teológicas no afectaran a la iglesia occidental.
El cristianismo del Occidente no fue dividido por ninguna divergencia importante de origen teológico. Roma pudo avanzar por el sendero de una enseñanza doctrinal definida durante esos siglos, y condujo por la senda de la ortodoxia romana a las iglesias que había ayudado a fundar en la Europa occidental.
El hecho de que el Oriente estuviera dividido por disputas y que éstas se resolvieran en los términos establecidos por los griegos, sirvió para aumentar más la separación entre el Oriente y el Occidente.
La división se acentuó con el estallido de la controversia con los iconoclastas o "destructores de imágenes".
Durante los siglos VIII y IX la mitad oriental del Imperio Romano estuvo envuelta en una terrible lucha contra la propagación del Islam. Los musulmanes eran decididamente monoteístas, e insistían fanáticamente en que no hay sino un Dios, Alá.
Esto producía, por supuesto, un rotundo rechazo de cualquier clase de estatua, imagen o cuadro que se empleara en el culto religioso. El Islam concordaba en esto con el judaísmo, que interpretaba el segundo mandamiento del Decálogo mosaico como una prohibición de cualquier representación gráfica o material de la Deidad.
Las controversias acerca de la naturaleza de Cristo como el unigénito Hijo de Dios, que habían dividido al cristianismo oriental, presentaban un inquietante contraste con el sencillo monoteísmo del Islam; y más aún: desde el siglo III en adelante se había intensificado el uso de cuadros e imágenes de Jesús en las iglesias.
Esas representaciones gráficas al principio se usaron para fomentar la devoción de los cristianos sencillos que no podían leer por sí mismos las Escrituras; pero gradualmente se fue cultivando la práctica de venerar esas imágenes, y rápidamente aumentó en las iglesias el número de diversas imágenes de Jesús, de la Virgen María y de los santos, y se hizo común el espectáculo de cristianos arrodillados en oración delante de esas estatuas.
Todo esto horrorizaba a los mahometanos, y cuando conquistaban las provincias cada vez que encontraban oportunidad destruían las imágenes, porque consideraban que era su deber hacerlo.
En la iglesia oriental también había muchos que lamentaban profundamente la impotencia del cristianismo para hacer frente a este desafío del Islam; y por eso se desarrolló un fuerte movimiento dentro de la iglesia para eliminar toda clase de imágenes de Jesús.
Los que promovían este movimiento llegaron a ser llamados iconoclastas, y como tales no sólo se sentían satisfechos con disputar a la Iglesia el derecho de tener imágenes, sino que a veces las destruían.
Esta disputa se tornó tan grave durante el siglo VIII, que fue convocado un segundo Concilio de Nicea, en 787 d. C., para decidir quién tenía la razón: ¿Debía continuarse o no usando imágenes en la iglesia? ¿Debía haber o no cuadros de ellas?
La iglesia occidental ya se había definido por medio de una declaración del papa Esteban III, en el sentido de que la iglesia deseaba que continuara el uso de las imágenes.
Cuando se reunió el concilio fue condenada la iconoclastia, los obispos iconoclastas o se sometieron o fueron depuestos, y se restauró el culto a las imágenes.
Sin embargo, este concilio no terminó con la controversia, y finalmente la Iglesia Griega Ortodoxa decidió usar exclusivamente representaciones bidimensionales, eliminando así las estatuas (tridimensionales).
En los templos ortodoxos rusos y griegos se ven cuadros de Cristo, pero no estatuas; no sucede así en la Iglesia Católica Romana.