EL DIOS QUE YO CONOZCO

En el juicio final,

los hombres no serán condenados porque creyeron concienzudamente una mentira, sino porque no creyeron la verdad, porque descuidaron la oportunidad de aprender la verdad. No obstante los sofismas con que Satanás trata de establecer lo contrario, siempre es desastroso desobedecer a Dios. Debemos aplicar nuestros corazones a buscar la verdad. Todas las lecciones que Dios mandó registrar en su Palabra son para nuestra advertencia e instrucción. Fueron escritas para salvarnos del engaño. El descuidarlas nos traerá la ruina. Podemos estar seguros de que todo lo que contradiga la Palabra de Dios procede de Satanás.

33.07. ESCRITOS FORJADOS

Días azarosos fueron aquéllos para la iglesia de Cristo. Pocos, en verdad, eran los sostenedores de la fe. Aun cuando la verdad no quedó sin testigos, a veces parecía que el error y la superstición concluirían por prevalecer completamente y que la verdadera religión iba a ser desarraigada de la tierra. El Evangelio se perdía de vista mientras que las formas de religión se multiplicaban, y la gente se veía abrumada bajo el peso de exacciones rigurosas.

No sólo se le enseñaba a ver en el papa a su mediador, sino aun a confiar en sus propias obras para la expiación del pecado. Largas peregrinaciones, obras de penitencia, la adoración de reliquias, la construcción de templos, relicarios y altares, la donación de grandes sumas a la iglesia, -todas estas cosas y muchas otras parecidas les eran impuestas a los fieles para aplacar la ira de Dios o para asegurarse su favor; ¡como si Dios, a semejanza de los hombres, se enojara por pequeñeces, o pudiera ser apaciguado por regalos y penitencias!

Por más que los vicios prevalecieran, aun entre los jefes de la iglesia romana, la influencia de ésta parecía ir siempre en aumento. A fines del siglo VIII los partidarios del papa empezaron a sostener que en los primeros tiempos de la iglesia tenían los obispos de Roma el mismo poder espiritual que a la fecha se arrogaban.

Para dar a su aserto visos de autoridad, había que valerse de algunos medios, que pronto fueron sugeridos por el padre de la mentira. Los monjes fraguaron viejos manuscritos. Se "descubrieron" decretos conciliares de los que nunca se había oído hablar hasta entonces y que establecían la supremacía universal del papa desde los primeros tiempos.

Y la iglesia que había rechazado la verdad, aceptó con avidez estas imposturas. ¹
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¹ ESCRITOS FORJADOS
Entre los documentos cuya falsificación es generalmente reconocida en la actualidad, la Donación de Constantino y las Decretales Pseudo-Isidorianas son de la mayor importancia.

Al referir los hechos relativos a la pregunta: "¿Cuándo y por quién fue fraguada la Donación de Constantino?" M. Gosselin, director del seminario de St. Sulpice (París), dice:

"Por bien que se haya probado la falsedad de ese documento, difícil es determinar, con precisión, la época de dicha falsificación. M. de Marca, Muratori, y otros sabios críticos, opinan que fue compuesto en el siglo octavo, antes del reinado de Carlomagno. Muratori cree, además, probable que haya podido inducir a aquel monarca y a Pipino a ser tan generosos para con la santa sede."- Gosselin, Pouvoir du pape au moyen âge (París, 1845), pág. 717.

Respecto a la fecha de las Decretales Pseudo-Isidorianas, véase Mosheim, Historie Ecclesiastice, Leipzig, 1755 (Histoire Ecclésiastique Maestricht, 1776), lib. 3, sig. 9, parte 2, cap. 2, sec. 8. El sabio historiador católico, el abate Fleury, en su Histoire Ecclésiastique (dis. 4, sec. 1) dice que dichas decretales, "salieron a luz cerca de fines del siglo octavo." Fleury, que escribió casi a fines del siglo diecisiete, dice, además, que esas "falsas decretales pasaron por verdaderas durante ochocientos años; y apenas fueron abandonadas el siglo pasado. Verdad es que actualmente no hay nadie, un tanto al corriente de estas materias, que no reconozca la falsedad de dichas decretales." -Fleury, Histoire Ecclésiastique, tom. 9, p. 446 (París, 1742). También Gibbon, Histoire de la Décadence et de la Chute de l' Empire Romain, cap. 49, párr. 16 (París, 1828, t. 9, págs. 319-323).