Aun antes de que Martín Lutero comenzara a demandar una reforma en la Iglesia, entre piadosos y sencillos cristianos se había propagado una fe que se remontaba a los lolardos, los husitas, los valdenses y los Hermanos de la Vida Común.
Todos ellos pedían la traducción y circulación de la Biblia y la lectura de publicaciones de índole religiosa.
Muchos de esos movimientos anteriores a la Reforma fueron básicamente místicos.
Los místicos verdaderamente evangélicos ponían énfasis en una vida de oración y meditación y en llegar hasta Dios sin necesidad de un sacerdocio intermediario.
Destacaban la necesidad de una religión del corazón y de los sentimientos, y no dependiente de los teólogos. Esta profunda vida religiosa y piadosa fue un medio importante para preparar el camino de la Reforma en el corazón de millares. En términos generales, esos primeros intentos de reforma no tenían el propósito de producir una separación de la Iglesia Católica; en realidad, ninguno había comenzado con la intención de desprenderse de la iglesia.
Muchos de esos grupos anteriores a la Reforma continuaban aceptando a los sacerdotes y los ritos de la iglesia, pero sólo como una ayuda para la vida espiritual.
Aun Martín Lutero no pensó al principio en separarse de la iglesia; sólo quería corregir los abusos.
En realidad, los grandes reformadores no se separaron de la iglesia porque estuviera corrompida en sus prácticas y en su enseñanza, sino porque la iglesia se negó a aceptar el principio de las Sagradas Escrituras como la base de sus enseñanzas.
Los reformadores se preocupaban porque hubiera una transformación en la vida, pero aún más por la aceptación del principio de la justificación por la fe.
El choque principal de los reformadores con la Iglesia Católica se debió a la aceptación o el rechazo de los grandes principios de la Reforma:
(1) la Biblia como la única autoridad aceptable en cuanto a fe y conducta,
(2) únicamente la justificación por la fe sin el mérito de las buenas obras, y
(3) el sacerdocio de todos los creyentes.
Cuando la Iglesia Católica rechazó estos principios, fue inevitable el gran cisma en la iglesia occidental.