Se creía que los mártires, los santos, los apóstoles y especialmente nuestro Señor y su madre, habían sobreabundado en buenas obras, y que lo que excedía de lo necesario para su propia salvación había sido depositado en un supuesto "tesoro de méritos".
Se decía que ese excedente de los méritos de los santos se podía transferir a aquellos cuya deuda con la divina justicia no estaba cancelada, y, por supuesto, el papa, como pretendido sucesor de San Pedro, tenía las llaves de la "tesorería de los méritos" y podía liberar a una persona del castigo temporal dándole un crédito de esa "tesorería". Esa transacción se llamaba indulgencia.
Lutero discutió más tarde este punto ante el cardenal Cayetano en Augsburgo, en 1518.
Por lo tanto, el valor práctico de las indulgencias era el perdón del castigo que le correspondía a una persona después de que había recibido la absolución.
Pero precisamente 50 años antes del tiempo de Lutero, el papa Urbano IV había declarado que la eficacia de las indulgencias se extendía hasta el purgatorio para beneficio de los muertos como un medio de sufragio, y también para los vivos como un medio para perdón de los pecados y remisión de los castigos correspondientes.
De ese modo las indulgencias no sólo prometían la reducción del castigo sino aun el perdón de los pecados.