Surgieron Estados fuertes y centralizados que amenazaban tanto al poder internacional, más o menos indiscutido, que mantuvo el papado durante la Edad Media, como al predominio del Santo Imperio Romano Germánico en la Europa central.
Gradualmente evolucionaron naciones independientes que se transformaron en monarquías absolutas, cuyas formas de gobierno finalmente se convirtieron en modelos para toda la Europa occidental. España predominó durante el siglo XVI. Las enormes riquezas que obtenía del Nuevo Mundo y el rápido acrecentamiento de su poder naval, significaban una gran amenaza para otras naciones.
Francia, donde existían fuertes partidos protestantes dentro de su estructura política, fue arrastrada a una serie de sangrientas guerras civiles y religiosas. Finalmente Enrique IV de Navarra, el primer rey borbón, un ex hugonote, impulsó a Francia por una senda de expansión y colonialismo que dio como resultado, en el siglo siguiente, el absolutismo monárquico de Luis XIV y la hegemonía de Francia en el continente.
El espíritu nacionalista se impuso en Inglaterra en el siglo XVI cuando, bajo el gobierno de los Tudor, el país se expandió independiente de la interferencia papal, y se desarrolló como una nación que finalmente logró el dominio de los mares superando a España y a Holanda y adquiriendo un vasto imperio colonial.
Esta tendencia irresistible hacia el nacionalismo individual tuvo que ver con la Reforma religiosa. En el siglo XVI la religión era el factor predominante. Los grandes soberanos de Europa tenían que hacer frente a esa realidad que afectaba a sus países.
En Inglaterra, Enrique VIII (1509- 1547) entró en conflicto con Roma.
En Francia, Francisco I (1515-1547) oscilaba constantemente entre la influencia católica y la protestante, dependiendo de la forma en que soplaban los vientos de la política.
Cuando el rey necesitó la alianza o el apoyo de los príncipes luteranos de Alemania en su lucha contra Carlos V, transitoriamente se permitió en Francia una forma atenuada de protestantismo.
Carlos V (1519-1556), cabeza del Santo Imperio Romano Germánico, emperador de Austria y soberano de los Estados alemanes, fue el más poderoso gobernante de la Europa central. Sus dominios se extendían desde Austria hasta el Nuevo Mundo, y desde los Países Bajos (hoy Holanda y Bélgica) hasta España e Italia.
Esta situación política favoreció directamente a la Reforma, pues las ambiciones del emperador de Austria y del rey de Francia dieron como resultado un constante estado de guerra entre los dos soberanos.
Esta circunstancia desvió repetidas veces la atención de Carlos V del propósito de toda su vida: aplastar la Reforma. Era un firme católico, movido por el anhelo de mantener el orden y de establecer la unidad de sus vastos dominios esparcidos por todo el globo, y Felipe II, su hijo, fue un católico aún más fanático.